Plutón no se descubrió por casualidad. A mediados del siglo XIX, los astrónomos ya habían deducido la existencia de planetas no observados en virtud de la fluctuante órbita de Urano, un planeta hallado accidentalmente por William Herschel en 1791. Con su aportación, Herschel había doblado el tamaño del Sistema Solar.
El furor causado por tal descubrimiento hizo que los astrónomos rastrearan la posición de Urano y compararan su órbita observada con la trayectoria pronosticada por las leyes de Kepler y Newton. Las diferencias ascendían a miles de kilómetros, lo que sugería que otro planeta, todavía más alejado del Sol, debía estar tirando de Urano y sacándolo de su curso. Estados cálculos llevaron al descubrimiento sobre el papel de Neptuno en 1845, un año antes de que alguien lo localizara en el cielo.
Pero incluso Neptuno no podía ser el responsable de toda la arbitrariedad de la órbita de Urano, por lo que continuó la caza del noveno planeta.
Persival Lowell, astrónomo americano buscó infructuosamente hasta su muerte en 1916 lo que él llamaba planeta X.
Catorce años después, Clyde Tombaugh, por aquel entonces un joven de 24 años que trabajaba en el mismo observatorio de Lowell, en Arizona, encontró el esquivo cuerpo gracias a su obstinada perseverancia y a las nuevas técnicas.
No fue suficiente con saber dónde mirar.
Tombaugh necesitó un revolucionario instrumento desarrollado en Alemania para discernir objetos tenues en movimiento.
Este comparador de destellos a grandes distancias le permitía superponer dos imágenes de la misma zona del cielo tomadas con un intervalo de varias noche. En estas fotografías idénticas, cada una de los cientos de miles de estrellas aparecía exactamente en la misma posición, pero un planeta lento se movía noche tras noche y su pausado devenir fue detectado en el proceso de comparación, denunciando así su existencia.
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