Aunque rudimentariamente, el primer hombre que dejó constancia escrita de la presencia del dióxido de carbono en la atmósfera fue el alquimista flamenco Johann Baptista van Helmont. En una obra póstuma, publicada en 1644, aseguró haber detectado un “espíritu” que surgía de los carbones incandescentes en los montes incendiados. Lo bautizó “gas”, según la traducción fonética flamenca del griego caos.
Luego le añadió su procedencia: gas silvestris.
A mediados del siglo XVIII, el científico británico Joseph Priestly y el químico francés Antoine Lavoisier averiguaron que todos los animales exhalan un “vapor sagrado”, el cual inhalan, a su vez, todos los vegetales en un armonioso ciclo vital. Entonces dedujeron que el dióxido de carbono debería ser el rey de los gases orgánicos, pues sobre él se asienta toda la vida conocida. En el año 1822, el matemático francés Jean Fourier estableció un nuevo hito al comparar el aire de la atmósfera terrestre con el del interior de un invernadero.
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